A la izquierda, una puerta abierta, aunque no del todo (un hijo de Vargas Llosa la sujeta con su mano derecha). Parecen esa puerta, y la actitud del hijo, en general, un pliegue del tiempo detenido. No estamos seguros de si entra o sale, quizá (como nos pasa a la mayoría) ni él mismo lo sabe. A su derecha, más allá de la madera tallada, se aprecia otra estancia: la del territorio íntimo de un dormitorio. Y allí, sentado en el borde de la cama, otro hombre (el escritor) dirige la atención hacia un punto invisible que quizá sea el hijo que acaba de entrar o que se dispone a salir. Lo curioso es que no vemos a Vargas Llosa directamente, sino a través del espejo de un armario. Se acaba de producir, entre el hombre joven y el mayor, una conversación que nos atreveríamos a reproducir:
—¿Cómo te encuentras hoy?
—Bien, gracias.
Y aún hay otra puerta, casi inadvertida, abierta a la izquierda del reflejado: una salida más, o una entrada, quizá hacia un pasillo, hacia un cuarto de baño o hacia otra estancia que desconocemos. Tres umbrales en un pedazo de papel de periódico (la foto se publicó en EL PAÍS el pasado noviembre). Da la impresión de que la casa quiere seguir hablando, hablándonos, a quienes nos detenemos ante esta imagen que respira un misterio doméstico. Ahora bien, ¿dónde rayos se encontraba el fotógrafo? Inevitablemente, creo yo, en la habitación del padre, como un intermediario invisible de la escena hogareña. Se vuelve uno loco cuando los espejos actúan. Es difícil que nos devuelvan una imagen tranquila del mundo.