La nueva entrega de los galos irreductibles creados por René Goscinny y Albert Uderzo recupera ese particular subgénero dentro de la serie que llevaba a sus dos protagonistas a visitar diversos rincones del imperio romano. Siempre inspirado, el guionista de Astérix sabía jugar con esa particular visión de los estereotipos con los que son vistos los habitantes de otros países desde Francia para crear divertidas situaciones que dejaban de fondo una sátira mordaz de la propia grandeur francesa. Sin embargo, 60 años después, ni guionista ni dibujante siguen al frente hoy de las aventuras de los personajes, avivando un debate sobre la necesidad de mantener vivas las creaciones tras la desaparición de sus autores, que puede tener su sentido en tanto la reconversión en iconos populares hace que las obras sean propiedad también de sus lectores.
Los argumentos sociológicos son razonables, pero difícilmente resisten ante el más importante: la fuerza de los millones de ejemplares vendidos y el indudable empuje económico que producen, una auténtica poción mágica para el tebeo francobelga. Tras la continuación de personajes como Spirou, Lucky Luke o Los pitufos, dar el paso con Astérix y Obélix era lógico, pero era un reto en el que, a diferencia de otras opciones como las que siguió el botones popularizado por Franquin, se decidió seguir un camino más conservador.
Con la necesaria colaboración de Didier Conrad, un virtuoso del lápiz capaz de mimetizar el estilo de Uderzo con una perfección inusitada, la serie volvió con Yves Ferri a los guiones, produciendo cinco álbumes tan correctos en su forma como quizás en exceso condicionados por la responsabilidad de seguir una de las cumbres del cómic francobelga. Lecturas divertidas, cierto, pero con una sensación de déjà vu envuelta en un aséptico envoltorio de producción industrial.
El anuncio de la llegada de Fabcaro como guionista permitía albergar esperanzas de cambio: autor de vitriólicas sátiras de humor absurdo como Zaï zaï zaï zaï o Moins q’hier (plues que demain), inéditas por desgracia en nuestro país, auguraba un cambio de timón que podría poner al día la reanudación de la serie y conectar con esa capacidad de Goscinny de lanzar dardos a la actualidad cotidiana en cada viñeta o bombas de profundidad al sistema como Obélix y Compañía. Por desgracia, en su primera colaboración se podían entrever intenciones, pero no resultados, en una percepción que se prolonga en Astérix en Lusitania, la nueva entrega que llega a las librerías.
El andamiaje de los estereotipos populares sigue funcionando y es divertido, el homenaje a Amália Rodrigues y el fado se agradece, las tímidas críticas a la globalización, turistificación o incluso la digitalización están ahí y es muy loable el intento de dejar atrás representaciones denigrantes como las del vigía africano del barco pirata, aunque siga la deuda de ponerse al día con temas de género.
Todo está, perfectamente unido por un Conrad soberbio y capaz de heredar la increíble habilidad de Uderzo para dar vida a sus personajes y transmitir emociones… Pero falta algo: parece un álbum de Astérix y Obélix, pero es un sucedáneo para militantes necesitados de nuevas aventuras de su serie favorita que produce —quizás en eso acierta la elección geográfica—, una profunda saudade al recordar a Goscinny con melancolía. ¿La posibilidad de traer a los dos galos a una narración más acorde con nuestros tiempos y que pueda atraer nuevos lectores sigue abierta? Quién sabe.
